La vorágine (José Eustasio Rivera, 1924) y El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad, 1899) son novelas que describen la extracción de “materias primas” en lugares remotos, alejados de la “civilización”, en el marco de procesos de industrialización y colonización. La extracción del caucho en La vorágine y del marfil en El corazón de las tinieblas presuponen la dominación tanto del territorio como de sus pobladores. Es evidente que ambas novelas representan la destrucción ambiental y la subordinación de la población convertida en mano de obra, pero lo que no es evidente es que estos dos procedimientos son complementarios, en el sentido de que el estudio de cada uno de ellos proporciona claves para comprender el otro. Lo que subyace en esta complementariedad es la concepción del medio ambiente como un cuerpo que debe ser disciplinado e, inversamente, del cuerpo como un territorio que debe ser colonizado.
Homogeneización del otro
“Los aborígenes del bohío eran mansos, astutos, pusilánimes y se parecían como las frutas de un mismo árbol.” (Rivera 130)
“Se distinguían formas humanas en la distancia, deslizándose indistintas contra el fondo tenebroso del comienzo de la selva…” (Conrad 140)
La dominación de la población presupone su homogeneización, lo que significa poder decir el otro en vez de los otros. En ambos fragmentos la naturaleza es el recurso para negar la diferencia entre los pobladores del territorio. Así como los indígenas se parecen “como frutas de un mismo árbol”, los nativos son “formas humanas”, y no seres humanos, indistinguibles entre ellos pero también del entorno.
Guerra contra la tierra y sus pobladores
“–Mira –repuso el hombre– por sobre yo, mi sombrero. Por grande que sea la tierra, me quea bajo los pies.” (Rivera 30)
“–¡No, no! ¿Cazarlos [a los indios] como a fieras? Eso es inhumano.
–Pues lo que usté no haga contra eyos, eyos lo hacen contra usté.” (Rivera 60)
“… distinguí, en la profundidad de la intrincada penumbra, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos relucientes; la maleza hervía de miembros humanos en movimiento, relucientes, broncíneos.” (Conrad 109)
“Recuerdo que una vez nos encontramos con un barco de guerra anclado en la costa. Ni siquiera había allí un cobertizo, y estaba disparando contra los matorrales. Parece que los franceses libraban una de sus guerras en los alrededores. […] Allí estaba, en la vacía inmensidad de tierra, cielo y agua, incomprensible, disparando contra un continente.” (Conrad 48)
La necesidad del hombre de afirmar su superioridad sobre la tierra responde a un sentimiento de inferioridad, de peligro ante el entorno que puede devorarlo. Lo mismo ocurre en la forma de hablar del otro (de los indígenas). Las actitudes ante el entorno y los otros humanos ponen en evidencia un problema aparentemente ineludible: es cuestión de devorar o ser devorado (y en La vorágine evidentemente ocurre lo segundo). En El corazón de las tinieblas los nativos no son entidades completas ni individuales: sus cuerpos desmembrados están desperdigados alrededor de la selva, la misma que es atacada por el buque francés. Un buque diminuto “disparando contra un continente”: la futilidad de la empresa es evidente. Sin embargo, los nativos están incrustados en la selva como si fueran parte de ella y la imagen pone en evidencia que la violencia contra el entorno debe ser leída como una voluntad de destruir la alteridad humana.
Naturaleza como cuerpo
“Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.” (Rivera 219)
“Evité un gran hoyo artificial que alguien había estado cavando en el talud con una finalidad imposible de adivinar. En cualquier caso no era una cantera ni una mina de arena. […] Entonces casi me caí en una quebrada muy estrecha, casi no más que una cicatriz en la ladera de la colina.” (Conrad 53)
Los árboles tienen sangre, no savia, y la tierra es un gran cuerpo con cicatrices. En ambos fragmentos la corporalidad de la naturaleza se usa para hablar de su aniquilación: si los árboles tienen sangre, la obtención del caucho es su sangrado, y la tierra es un cuerpo herido por la colonización. El hoyo no tiene un propósito evidente, y quizás no tuviera ninguno más que “demostrar” la superioridad del colonizador sobre el territorio y, simultáneamente, sobre los nativos que deben cavarlo.
Cuerpo como naturaleza, cuerpo como territorio
“Le referí la vida horrible de los caucheros, le enumeré los tormentos que soportábamos, y, porque no dudara, lo convencí objetivamente:
–Señor, diga si mi espalda ha sufrido menos que ese árbol.
Y, levantándome la camisa, le enseñé mis carnes laceradas. Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.” (Rivera 195)
“Era salvaje y soberbia [una mujer nativa], de magnífica e indómita mirada; había algo amenazador y majestuoso en su deliberado avance. Y en el silencio que había descendido repentinamente sobre toda la tierra doliente, la inmensa selva, el cuerpo colosal de la fecunda y misteriosa vida pareció mirarla pensativa, como si hubiera estado observando la imagen de su propia alma, tenebrosa y apasionada. […] Permaneció en pie mirándonos sin un estremecimiento, como la selva misma, con aspecto de maquinar un inescrutable propósito.” (Conrad 140-141)
Para el proceso de industrialización son igual de necesarios los “distintos jugos: siringa y sangre”: la naturaleza convertida en “materia prima”, el cuerpo convertido en “mano de obra”. El árbol ha sufrido como la espalda y sus heridas dan testimonio de ello. En El corazón de las tinieblas la mujer es “como la selva misma” y la tierra es un cuerpo fecundo. La fecundidad de la tierra es una construcción del colonizador para justificar la empresa colonial (y más en El corazón de las tinieblas, donde la “materia prima” a extraer es animal y no vegetal). La equiparación de la mujer “fecunda” con la tierra cumple dos objetivos del colonizador: por un lado, la mujer es hecha territorio, de manera que es igual de “conquistable”; por otro, el territorio es feminizado, de manera que es “dominable” bajo la retórica del poder patriarcal. En todo caso, este personaje femenino “incorpora los deseos colindantes de la dominación del territorio y la conquista sexual” (Winston 53).
“¡El horror!”
Esas palabras, tomadas del final de El corazón de las tinieblas, bien pueden resumir ambas novelas. Al estudiar estas obras, la tradición crítica quizás se ha enfocado más en el horror al que se enfrentan el colonizador y el viajero (venidos de la metrópolis) en el entorno indómito y remoto. La consciencia de este antropoceno sofocante exige de nosotros volver a las obras canónicas con miradas cada vez más críticas para intentar descifrar las actitudes que posibilitaron la catástrofe ecológica. Es nuestra responsabilidad redefinir el horror.
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